Tremenda maldición me ha lanzado
, yo que estaba tranquilito aquí, con mi cuaderno de bitácora, sin hacerle daño a nadie, ¿y no va el notas y me manda deberes?En fin, si van a su Miradero del miércoles, escribió un relato del siglo XVIII con ciertas palabras claves que a su vez le había mandado la señorita pelirrosa
… Y así hasta el primer motor. Relatos además muy buenos, deberías ir y darles un corazón.Pues no me puedo quedar atrás, supongo, tendré que sacarme de la chistera un relato de estos interesantes, que te dejan dándole vueltas al coco.
Las palabras en cuestión son (agárrate los machos, lorito): pudding, meteorito y matarife. El texto de hoy es largo, más de lo que suelo escribir, así que espero lo disfrutes. Vamos a ello.
Antonio miraba el cielo manchado de estrellas. En aquellos momentos se sentía una hormiga ante tal paisaje titánico, un sinfín de soles incontables lo minimizaban hasta tal punto que lo hacían sentir casi miserable, un ser que perecería con el tiempo y aquellas luces seguirían ahí después que él.
Nunca compartía esos pensamientos con el resto de sus camaradas, temía que lo echaran del grupo por “mariquita”, como ya le había pasado a Pablo el de la Antoñita. Así que prefirió seguir mascando la hierba amarga mientras hacía guardia en la ladera de Argüentos.
-Antoñito, ya pronto amanece -dijo una voz.
-Que no me llames Antoñito, cojones -masculló mientras escupía lo poco de hierba que le quedaba en la boca.
Juan el Trabao, como se le conocía, se rio y le dio golpecitos en la espalda mientras miraba hacia el horizonte, donde la línea dorada comenzaba a hacerse cada vez más grande. Antonio había cumplido hace un par de meses dieciséis años, ya era todo un adulto, sabía manejar la navaja y el trabuco además del fusil, por lo que había tomado la decisión desde hacía tiempo de marcharse de su aldea moribunda a la aventura de los montes y los llanos. Se habría embarcado en la mar, pero jamás había aprendido a nadar bien, así que decantó por la seguridad de la tierra sólida y firme.
Antonio apenas había dormido. Usó su navaja para pelar la manzana y cortarla en rodajas como le hacía su madre (en paz descansara), mientras el resto del grupo desayunaba y hacía sus necesidades entre los pocos matorrales que había. Él ya había defecado hacía horas y de normal no meaba, ya que apenas bebía agua y el alcohol le disgustaba, así que, mucho antes que sus compañeros, preparó su caballo y cargó bien sus armas. Entonces se le acercó un hombre alto, robusto y con la manga del brazo izquierdo cosida a la parte de arriba del hombro.
-Niño, hoy no te asustes, ¿vale? Es normah estar asustaoh ar principio, pero tú confía, que yo confío, si no tú no estaría aquí -su acento andaluz marcado transportó a Antonio a la plaza del Pilar donde su padre (en paz descansara) vendía verduras de toda clase, por lo que se relajó un poco.
-Sí, jefe -respondió el joven.
Antonio se subió al caballo, se recogió el pelo con una bandana de color tinto y salió al galope junto con sus camaradas justo cuando ya el sol calentaba la hierba de Castilla.
Paco de Carreón, más conocido entre el populacho como Matarife, fue el primero en echar las riendas del caballo hacia atrás para frenar la galopada. Al más joven de los bandidos le contaron que le llamaban así porque, antes de convertirse en uno de los mayores infames asaltadores de caminos, se dedicaba a descuartizar vacas cerca de Albacete tras huir de la pobreza de Cádiz, en la granja de un cacique mayor. Paco afirmaba que lo llamaban así porque usaba como arma su martillo de dos manos, muy pesado para cualquiera, pero que el cargaba con facilidad. Antonio prefería quedarse con la primera historia. Si la segunda era real, Paco Matarife no era moco de pavo.
Los cinco jinetes ya habían avistado, no muy lejos, el carro de dos caballos que cruzaba la tierra, escoltado por dos hombres. Apenas con un gesto de la mano de Paco, se pusieron en marcha a toda velocidad, trabucos en mano, para ganarse un día más el pan. Los escoltas, al verlos, tomaron sendas armas y dispararon, sin preguntar primero, los rifles viejos que servían más para ahuyentar jabalíes que para matar personas, pero eso no acobardó al grupo de bandoleros a caballo.
Rodearon el carro y apuntaron a los hombres que, superados en números, bajaron las armas descargadas, pero no se movieron de su posición.
-¡Amoh a veh! -gritó Matarife mientras se incorporaba de su asiento para acomodarse con la única mano libre la entrepierna - ¡Sin prisa, a su señorío, salimos en fila india y sin armar jaleo!
En principio no pareció responder nadie. Paco le hizo un gesto de cabeza a Juan el Trabao y éste se acercó hasta la única puerta del carro. Pidió no muy amablemente que abrieran y salieran. La puerta se abrió de golpe, seguido de un gran estruendo y un fogonazo de hollín. Juan se desplomó en el suelo junto con Pudding, su querida yegua que había criado desde que era una potra. Los caballos se asustaron y Antonio tuvo que calmar al suyo, que llegó a ponerse a dos patas. Si se hubiera despistado, hubiera corrido la misma suerte que su amigo (que en paz descansara) Juan.
-¡Me voy a cagá en la Virgen de to’ los Doloreh, salgan he disho! -gritó Paco, ahora trabuco en ristre.
Y bajaron. Primero una suerte de mayordomo que cargaba la pistola que había servido de guillotina para Juan, seguido de dos señoras casi igual de mayores que el hombre, vestidas como un quiero y no puedo de alta aristocracia francesa. Paco se acercó y apuntó con el trabuco al hombre y, sin miramientos, disparó. Esto provocó que los guardias intentaran defender a las damas, sacaran espadas de ornamento de sus fundas y se abalanzaran contra el bandolero más cercanos que tuvieran. No tardaron en reunirse con el mayordomo y Juan en las puertas de San Pedro.
-Mira lo que han montao’ en un momento. Todo esto se podía evitah, pero no, er señorío quería lusirse delante de las damas -masculló Paco, que ya había bajado de su caballo-. Venga, rapidín. Joyas y cosas de valor. Luego seguir con su camino.
En lo que los bandidos saqueaban tanto los cuerpos muertos como los vivos, Antonio rodeó el carro hasta la parte trasera, alargó la mano cuando estaba lo suficientemente cerca y bajó la escalerilla de metal que conectaba con la parte de arriba. Con esa habilidad felina que solo disponía la gente joven como él, se subió desde el caballo hasta el techo del coche y encontró el resto de las pertenencias de las mujeres.
-Niño, no queremoh ropa, busca cositas que brillen, ya sabes, tú que has estudiao’ -le encomendó Matarife mientras miraba a contraluz un anillo.
Antonio bufó y abrió una por una las maletas y baúles y rebuscó. Nada, ajuares venidos a menos, pensó. Los dejó como estaba y abrió el último de todos, un cajón alargado del color del cielo cuando la luna y las estrellas se enconden. Estaba protegido con un candado, así que tiró de navaja y pericia para deshacerse de él antes de que Paco perdiera la paciencia. Y al abrir, premio. La tez del chico brilló tanto como las joyas y el dinero que había dentro del cajón. Lo volvió a cerrar y bajó del carro con el cajón bajo el hombro.
-¿Argo, niño?
-Algo bueno, sí.
-Pues ea’, señoritas, desfilando. -Antonio las mandó con un gesto de trabuco a que caminaran hacia delante.
Las dos mujeres respiraron aliviadas, no por que siguieran vivas, sino por la integridad que mantendrían después de haber sido víctimas de atraco. Comenzaron a andar juntas hacia los caballos del carro para desatarlos. Dos de los bandoleros de Paco dispararon por la espalda a las mujeres y Antonio apartó la mirada. Esa era la parte que más odiaba del trabajo. Dejaron todos los cadáveres ahí, incluido el de Juan, y el más joven de los bandoleros se preguntó si más tarde que pronto él estaría en un lugar similar, tirado en el suelo, con un boquete en el pecho abierto, sin haber cumplido si quiera veinte años.
Ya a la noche le volvía a tocar guardia. Paco, que confiaba inexplicablemente en él, le había pedido que mirase bien las joyas y contase el dinero, y eso hizo. Habría unos doscientos maravíes y cuatro reales de a ocho. Era todo un botín, quizás las mujeres si eran de la realeza y se habían metido en un problema matándolas. Las joyas también parecían reales, toda una gama de colores como el cuarzo y el rubí decorado en oro teñían el cajón de un lado a otro. ¿Quiénes eran esas dos mujeres? Demasiado viejas para casarse e ir solas, Antonio pensó que quizás habrían perdido a sus maridos en la guerra y se dirigían a algún convento, entregarían sus pertenencias a la iglesia y se meterían a monja. O a lo mejor al fin habían encontrado marido ambas las dos y se iban a reunir con ellos con aquel ajuar… Quien sabe, el caso es que ya nunca sucedería.
Mientras se perdía en sus pensamientos, se topó con algo que no encajaba ahí, una pequeña roca uniforme llena de bultos y erosionada, de color gris oscuro, al taco desagradable y nada bello, a diferencia de las joyas. Lo miró al principio con curiosidad, pero se esfumó rápido al no poder saber qué era. Cerró el cajón con cuidado, miró la piedra y, mientras la sujetaba con fuerza, sacó su navaja. Comenzó a pasear por entre sus compañeros bandoleros, aquellos que los había acogido con los brazos abiertos y les había hecho un hueco en sus filas y empezó a degollarlos uno por uno, tapándoles la boca para que no hicieran ruido. La rabia que había sentido al ver cómo disparaban a las mujeres por detrás, como saqueaban cadáveres, cómo dejaban tirado a su compatriota Juan… Por último, llegó a Paco y lo apuñalo. Lo apuñaló con rabia varias veces en el pecho hasta que se tiñó la tierra de rojo. Se quedó bien a gusto brindándole tantas caricias con su navaja, le tiró la piedra y se fue, con el cajón y su mochila, a su caballo. Antes de que amaneciera, Juan ya había desaparecido con las joyas, dejando la suma de otros cuatro cadáveres en la ladera.
La guardia civil había llegado un par de horas después, acompañado de un hombre extraño, bajito, con gafas de culo de botella que montaba en burro ya que le tenía pánico a las alturas.
-¿Algo por ahí? -preguntó el teniente a sus soldados, que negaron.
El hombre caminó por entre los cadáveres de los bandoleros aguantándose las arcadas hasta que finalmente lo vio, no sabe muy bien si por casualidad o por la falta de reflejo de la luz del sol con el color gris.
-Aquí está… -sacó una caja de su zurrón y, con el cuidado con el que tratas a un recién nacido, con un pañuelo blanco, tomó la piedra y la guardó en la caja.
-¿En serio hemos venido hasta aquí para una piedra? -el teniente estaba enfadado.
-Yo he venido aquí para esto, ustedes para resolver el crimen de las damas custodias.
-No hay nada que resolver, está claro que se mataron entre ellos por lo que sea esa cosa.
-Esta cosa, teniente, es un pedazo del universo, algo que se originó fuera de esta tierra, un cacho de meteorito que se desprendió de un meteoro más grande que nuestro mundo.
-Eso que está diciendo usted, señor, no es muy… cristiano. -masculló el teniente mientras escupía en el suelo.
El doctor Allende bufó. Se el teniente hubiera sido más simpático con él y se le hubiera pedido por favor, hubiera resuelto el crimen por ellos en un segundo, les hubiera dicho que, solo mirando alrededor, podrían haber visto que faltaba un caballo por las huellas en el suelo, que los cortes de las muertes eran por una navaja que no estaba, luego había alguien que había huido, seguramente hacia el norte, ya que por el sur venía el carro de las damas custodias, pero como no se lo pidieron por favor, no dijo nada, solo se dirigió a su burro y se montó en él, ya que su misión ahí estaba completa. Tendría que llevar esa muestra del universo a la Universidad y ponerla junto con las otras para ver como reaccionaba, si tenía la misma carga negativa que sus hermanas y si el sentimiento que tenía dentro era el mismo o, por el contrario, tenía un espíritu dentro diferente.
-En fin, hemos acabado aquí, quemen los cadáveres -ordenó el teniente.
De Antonio lo que se supo fue que marchó al norte, malvendió las joyas y se alistó en un barco para cruzar los mares cántabros en libertad. Curiosamente, desde que había tocado ese pedazo de piedra negra, algo había cambiado dentro de él, como si su miedo más profundo hubiera sido devorado por algo. Eso, y que ya no tenía pudor por hundir su navaja en el cuerpo de un ser humano. Pasó ser un bandolero forajido a un corsario despiadado conocido como Antonio Matarife, no se sabía muy bien por qué, algunos pensaban que era su apellido, otros que se había dedicado a la matanza de animales de granja, unos pocos que había matado al dueño de aquel nombre y lo había hecho suyo. Antonio jamás desmintió ninguna de las historias.
Pues hasta aquí, se ha hecho un poco largo, pero me ha costado hilar las tres palabras más de lo que esperaba. Espero que les haya complacido.
Ahora me toca lanzarle el testigo a alguien, ¿no?
Pues a la señorita
, que es muy buena escribiendo (pásense por su cuaderno, es exquisito también) la reto a escribir un relato con estas tres palabras:Camarilla, roscas, constelación
¡A seguir!
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Me ha molado mucho! Samu es un ser maligno, pero ha valido la pena que te caiga la maldición! 😂😂😂
¡Me encantó! Y bien por meter las palabras así, aunque quedara largo (a mí no me lo pareció).
Apenas vengo leyéndolo porque la semana pasada anduve con mil cosas.
Pero aprecio el pase de antorcha y tus palabras. A ver ahora qué se me ocurre.