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-Hay un falso profeta que dice ser rey.
-No es falso, pero sí es rey. Mi rey.
-¿Ah, sí? Ya lo veremos.
Casandra se había caído de culo al suelo. La miré un momento y me observé. Estaba intacto, todas mis heridas curadas, solo rastros de sangre seca por ahí y por allá, nada grave. Me senté en el borde de la cama y me quedé pensativo, ignorando completamente a la aún pálida (durante tres capítulos ya) forense que intentaba levantarse ayudándose de la pared.
-Entonces así es como lo hará. Pues menudo coñazo -dije más para mi que para ella.
-¿Qué será cómo?
-¿Eh? Ah, sí. Es el Apocalipsis.
-¿Apocalipsis Apocalipsis?
Entrecomillé Apocalipsis cuando lo repetí por segunda vez y me levanté, estiré mi espalda, ignoré el ligero mareo que sentí y tosí.
-¿Cómo me has matado? Ha sido como dormirse.
-Una mezcla de Medalozam, Propofol y ketamina. Es un cóctel mortal, nadie despierta de algo así.
-Bueno. Soy inmortal, ¿recuerdas?
Caminé unos pasos y me tambaleé. Casandra me agarró justo a tiempo, los efectos aún estaban ahí, como si estuviera caminando sonámbulo, como si aquello fuera parte aun del sueño donde conocí al lacayo de Poncio. Aquel mix de drogas era buena, muy buena. Tosí ligeramente, le di las gracias a la cara excesivamente cercana de Casandra y me separé.
-En fin. Tengo que irme.
Me acerqué al armario ropero y abrí la puerta corredera, aparté los pantalones y tecleé en la caja de seguridad el número 666 para abrir la pequeña puerta. Saqué una pistola y sin comprar si estaba cargada me la guardé en la parte de atrás del pantalón para poder taparla con mi chaqueta. Miré a Casandra, ella me miró y suspiré.
-¿Te apetece ir de museos?
Para cuando llegamos al Prado, estaba a punto de cerrar sus puertas al público. Le indiqué a Casandra que no fuéramos por la puerta principal, sino por una secundaria que conocía. Dejamos atrás la estatua de Velázquez y pasamos hacia el control. Ahí trabajaba mi amigo Abrahel, un súbuco venido a menos que había conseguido ese trabajo gracias a mí. Cuando me vio pareció extrañarse, pero nos dejó entrar sin necesidad de pasar por el control de metales (cosa que agradecí enormemente).
-Apenas tienes media hora -me murmuró como si mi intención fuera realmente apreciar el arte barroco que sobreexplotaba el museo.
Sin decirle nada y seguido muy de cerca por Casandra, subí las escaleras y caminé por el largo pasillo, decidido, hacia mi destino. Dejamos atrás cuadros de reyes y reinas y entramos en la zona religiosa, donde decenas de Jesucristo crucificados me miraban como diciendo “¿me ves? Estoy así por tu culpa.”. Ignoré cada una de las miradas y seguí caminando hasta quedar a unos metros de uno, fue entonces cuando decidí detenerme en seco, tan en seco que Casandra casi se choca conmigo ya que estaba distraída mirando los lienzos.
-La Gloria -dije.
Jesús alzándose en el cielo, por encima de santos, ángeles y sus apóstoles, todos menos yo. Tiziano no quiso pintarme, se negó en rotundo. Al fondo, el espíritu santo, emitiendo luz. Ese era el primer secreto.
-¿Ahora qué hacemos? -preguntó Casandra.
-Esperar. Falta poco.
Se hizo el silencio. Un silencio roto solo por pasos lejanos de gente que se marchaba del museo. Un hombre de seguridad nos dijo que pronto cerraría, que teníamos quince minutos, pero no le hice caso, solo miré el cuadro fijamente.
-¿Qué viste? -preguntó Casandra. Como no, rompiendo los maravillosos silencios.
-¿Qué vi cuándo?
-Cuando moriste.
-Una senda al Cielo y otra al Infierno. Nada más -la miré de reojo, parecía decepcionada-. Nunca paso de ese umbral. Estoy desterrado aquí por ambos lados. No sé que hay más allá, ni de arriba ni de abajo. Solo conozco la sala de espera de la muerte.
Volvió el silencio. Casandra había agachado la cabeza, pensativa. No quise enturbiar sus pensamientos, así que volví a mirar el cuadro que ya había empezado a moverse.
La imagen de Jesús se distorsionó queriendo salir del cuadro. La pintura de tonos pastel, cálidos y primaverales comenzó a borbotear y derretirse, deformando las caras de los retratados. Entonces el cuadro ardió y se partió por la mitad. Una masa antropomórfica cayó al suelo, cubierta de quemaduras y cecina dorada que casi cejaba, comenzó a chillar desde el suelo. Lo que parecían las manos se apoyaron en el mármol y se incorporó despacio, la cara tenía dos ojos dorados y encima de la cabeza una corona de colores ígneos que comenzó poco a poco a chispear, como queriendo arder. Los ojos me miraron, pero no parecieron reconocerme. La boca se abrió mostrando una hilera de dientes negros y afilados como alfileres.
-¿Eso es… Jesucristo? -Casandra habló, pero no la miré.
-No. No lo es.
Saqué la pistola de detrás del pantalón, le quité el seguro y justo cuando aquel ser se levantó para abalanzarse contra mi con el calor del Infierno, disparé una, dos, tres veces. Dos balas a su cabeza, una al corazón. El ser antropomórfico cayó desplomado al suelo y ahí se quedó, humeante, vacío.
Casandra se desmayó, pero esta vez no fue por la impresión de ver morir a un monstruo. Todos en el Prado se desmayaron a la vez, todas las luces se apagaron y a mi espalda el resplandor del sol comenzó a brillar. Me di la vuelta rápidamente y apunté directamente a la cabeza al ser angelical delante de mí.
-Estabas tardando en aparecer, Heliodes.
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Pobre Casandra, no para de pasarla mal.
No sé si viste la película Constantine (es excelente), pero todo el estilo de esta historia de Judas me la recuerda mucho.