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-¿Y dices que hizo qué?
-Caminó sobre las aguas.
-Eso es imposible.
-Lo vi, con estos ojos.
Para cuando la ambulancia, los bomberos y la policía llegó al museo del Prado, junto con la prensa que no se perdía una, yo ya estaba rodeando a la diosa Cibeles para subir por Gran Vía. ¿Las cámaras me habrían grabado? Probablemente, así que debía moverme rápido y ligero para buscar mi siguiente destino. Subí la pesada cuesta mimetizándome con la gente, subiendo a distintos ritmos, mientras me quitaba la corbata y la tiraba a una papelera. Hice lo propio con la chaqueta en una segunda y me saqué la camisa del pantalón para luego remangarme hasta los codos. Me pasé las manos por el pelo para echarlo hacia atrás y seguí caminando por la enorme calle principal madrileña.
Así era realmente el arte del camuflaje, nada de grandes trucos, cambios radicales de aspecto ni nada por el estilo. A veces un cambio sutil en la vestimenta, el peinado e incluso en la forma de andar era mejor forma de pasar desapercibido que cambiarte la cara (un pequeño consejo de vuestro traidor favorito). Disimulé como pude el escalofrío que me entró cuando una patrulla de policía pasó a mi lado y metí las manos en los bolsillos y miré la cristalera a la derecha. Ya había alcanzado el casino de Gran Vía, miré de reojo hacia un lado para la patrulla y me decidí a entrar con el mismo paso tranquilo que antes.
El aire acondicionado estaba demasiado alto para mi gusto, pero estaba yo para quejarme de nada. Bajé los pocos escalones que daban hacia la sala de juegos y caminé un poco entre las mesas. Aquello era un lujo de pecadores, se podía notar como sus almas se iban quebrando en pedazos minúsculos que iban cayendo al infierno por el propio peso de la avaricia. Una de las mesas en seguida me llamó la atención, pues de espaldas a mi había un niño sentado con un puñado de fichas delante. Sonreí de lado a lado y me acerqué para ponerme a su lado, apoyándome contra la mesa con los codos.
-Pero si es mi buen amigo Ciaccobo. ¿cómo estás?
El niño me ignoró. Tiró un par de fichas sobre la mesa y pidió cartas. Estaba jugando al black Jack. De todos los juegos, era mi favorito. Seguí hablando.
-Oye, mira, ¿qué tal si enterramos el hacha de guerra?
-Qué te den, traidor. Me has jodido, pero bien. Ahora déjame jugar en paz. Carta.
El niño, que seguramente tenía una segunda piel encima para que el resto de los mortales lo vieran con el aspecto de una mujer exótica o un anciano compasivo, había perdido.
-Vamos. No seas así…
No había manera. Suspiré. Me di la vuelta y me senté a jugar. Saqué mi cartera y le lancé al crupier dos billetes de cien euros. Me los cambió y los aposté sobre la marcha.
-¿Señor? -me dijo el crupier, como si yo, un tipo de mundo, no estuviera en mis cabales.
-Venga, tú dame cartas.
Un as y un nueve. Miré las cartas. Miré al crupier. Miré a Ciaccobo, que miraba a su vez mis cartas. Y yo mirando a Ciaccobo pedí una carta.
-Pero señor, tiene un diecinueve.
-Si gano, gano cuatrocientos, si pierdo, la banca gana doscientos. Dame cartas, chaval.
Me dio carta. Un segundo as. Veintiuno. Eso me hacía doscientos euros más ricos. El crupier me entregó las fichas, pero yo las dejé en las apuestas. Y volví a pedir cartas. Volví a ganar. Y volví a triplicar seis veces más. Luego paré. Arrastré el montón de fichas al lado de Ciaccobo y me agaché a susurrarle algo al oído.
-Acabo de cargarme a Jesús de Gloria. Voy a evitar como sea que Heliodes y quien quiera que esté detrás del plan de traer el libro de San Juan aquí lo lleve a cabo. ¿Me echas una mano? -Ciaccobo miró el montón de fichas. Era una buena suma, casi trecemil euros en fichas-. Con este dinero puedes quedarte en el hotel con todo incluido unos días, gozando de las maravillas mortales. Échame una mano.
Ciaccobo me miró con esa sonrisa llena de dientes una vez más y me susurró también.
-Tienes muchos amigos extraños como yo, traidor. Infernales como yo, marcados como tú… Y algún que otro ángel, ¿verdad?
Se hizo el silencio, bajé la mirada y le devolví la sonrisa. Ya entendí lo que quiso decir al fin. Le di una palmada en la espalda a modo de agradecimiento y me marché del casino. Parecía que la cosa se había calmado por ese lado de Gran Vía, podía coger el metro o un taxi e ir a buscar a mi único amigo que provenía del cielo, había estado en el infierno y adoraba la Tierra. Ahora me sentía fatal por haberle colado a Ciacobbo mi pistola.
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