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—Ese siempre ha sido tu problema, Judas, te crees mejor que nosotros.
—¿Acaso tú eres más cercano a él? Si lo empezaste a seguir el último.
—Yo me quedaré siempre a su lado.
—Si no lo acabas negando, ¿no?
Me agarré con fuerza la nuca con la mano izquierda. Estaba completamente entumecido, pero no por el veneno del Adversario, aquel efecto se había ido con mi nueva resurrección. Aquella rigidez se debía a todo el estrés acumulado más aquel evento nuevo. Hice crujir mi cuello con dos movimientos laterales y me giré hacia Casandra, rezando a un Dios que no me tenía en mucha estima para que no se hubiera desmayado otra vez.
Allí estaba, mirando los restos derretidos de una estatua emblemática, aunque sus ojos estaban casi idos, como si mirara algo más allá. Me acerqué rápidamente a ella y la agarré de los hombros para zarandearla ligeramente hasta que sus ojos se enfocaran en mí.
—¡Oye, mírame, tenemos que irnos, ya!
—¿Por qué? ¿Quién aparecerá ahora, Metatrón? —noté la ironía a kilómetros.
—No, Einstein, la seguridad del parque o peor, la policía.
En realidad, sí tenía miedo de que apareciera algo más, como lo que había salido de la estatua, por ejemplo, pero no se lo iba a decir para darle la razón, porque es algo que odio. La agarré de la muñeca y tiré de ella para salir corriendo de ahí. ¿Cuánto tiempo llevaría inconsciente? A saber, pero debíamos darnos prisa si no queríamos encontrarnos sorpresas, a parte de los habitantes nocturnos del Retiro. Los guardias no me preocupaban mucho, no eran famosos por su físico ni por su preocupación por el orden público, pero la policía… Eso sí era un problema. Corrí hacia la única salida que sabía que podría estar abierta, la de Atocha, por donde se colaba casi todo el mundo, mientras Casandra intentaba seguirme el ritmo y yo intentaba seguir el ritmo de mis pensamientos. Tantos frentes abiertos, tantas preguntas sin resolver. No quería sumar a las fuerzas del orden a la ecuación. Ignoré los ruidos que venían de las arboledas y seguí tirando de Casandra hasta que al fin llegamos a la puerta del sur del parque.
Para nuestra suerte estaba forzada, lo que nos ahorró volver sobre nuestros pasos. Tiré de la puerta despacio para hacer el menor ruido posible y salí seguido de la mujer para seguir corriendo hacia ningún rumbo concreto, solo quería alejarme lo máximo posible de allí.
—Vamos al metro —me dijo entonces Casandra, frenando en seco.
Eso era una buena idea, ¿estaba abierto ya? Podría ser, puse toda mi fe en las palabras de la chica y crucé la carretera para seguir por Atocha hacia el metro de Méndez Pelayo.
Estaba abierto. La policía no nos había detenido a pesar de mi paranoia constante de ir mirando hacia atrás y encima el metro estaba abierto. La suerte nos sonreía demasiado, pensé mientras bajábamos la escalinata a toda prisa. Forcé aun más esa suerte colándome entre los barrotes, ya que no me apetecía pararme a comprar un pasaje, e invité educadamente (te prometo que fui muy educado) a Casandra a hacer lo mismo.
Un minuto. El metro pasaba en un minuto. Miré hacia aquel enorme agujero a ver si veía las luces, luego hacia la escalinata por si veía a algún guardia de seguridad o a la policía, finalmente al andén contrario, pero no había nadie, ni si quiera los primeros trabajadores de la mañana. Eso me puso aun más nervioso. “El tren va a efectuar su entrada en el andén” rezó el cartel eléctrico con letras doradas y solté el aire. Las puertas se abrieron y entramos, me senté y me relajé, cerrando los ojos, justo cuando los tres pitidos sonaron para indicar que el metro se ponía en marcha. Aquel traqueteo me tranquilizó un instante, luego volví a abrir los ojos y ahí estaban los dos ojos de Casandra, mirándome. Estaba inclinada hacia delante, con los codos apoyados en sus rodillas.
—Creo… que me he ganado un par de respuestas —me dijo, seria.
—Eso crees, ¿verdad? ¿Por dejar noqueado un rato a la serpiente en mi bota ya crees que tienes potestades? En fin… dispara. Te daré dos respuestas.
—¿Por qué…? —se pensó la pregunta, luego volvió a reformularla— Todo esto, todo lo que estás provocando, cada acto tiene su consecuencia. ¿Vale la pena?
—Pásate 2000 años viviendo en un mundo que no para de evolucionar y a la vez sigue estancado. Harás lo que sea para que acabe, incluso provocar el Apocalipsis si es necesario, querida. Te queda una pregunta.
La miré. Su rostro cansado con las ojeras marcadas. Se le notaba ligeramente la nuez, por mucho que intentara disimularla, y algunos rasgos masculinos, ligeramente toscos, en los pómulos y la frente. Su cara pensativa volvió a girarse hacia mi y me habló con la voz más dulce del mundo.
—¿Por qué lo traicionaste?
Esta vez no dudó, ni un segundo. Sonreí de medio lado y giré la cabeza, esta vez fui yo quien tardó en contestar.
—¿Sabes? Durante los primeros años no me importó ser el malo de la película. Lo asumí. Luego leí la primera Biblia, te hablo de la primera edición que sacó la Iglesia, retocada y editada de los textos que escribimos junto a él… Dios, menudas cosas decían —volví a mirarla y me incliné hacia delante, imitando su posición—. Aquella noche cuando lo encierran junto a Barrabás nos persiguen a todos, ¿sabes lo que hicieron mis queridísimos hermanos de armas? Negarlo, esconderse, correr. El único que se quedó fue el pobre lameculos de Juan, tenía quince años, era un crío convencido de que Jesús bajaría de la cruz en cualquier momento. Le tenía tanta fe que se aceptó vivir en el Cielo viviendo un Infierno constante en su cuerpo, ¿te das cuenta de hasta donde llega la veneración? —bufé, cada vez más furioso—, las masas lo adoraban, tenía un ejército, vivíamos en una opresión romana y era incapaz de ver aquello, el momento en el que estábamos. Solo pensaba en el perdón, en el perdón que llegaría en el futuro próximo en Palabra y Obra, pero no pensaba en los que nos quedaríamos después, sufriendo la ira de los romanos. Sí, claro, nos prometía el Reino de los Cielos, ¿y qué pasaba con el resto del tiempo que teníamos que vivir en la tierra? Eso no lo pensó muy bien mi queridísimo amigo, menos más que no decidió venir en el ’39, ¿verdad? Todos y cada uno le dieron la espalda el día en que lo llevan preso hasta que lo crucifican. Yo le di el primer beso, pero el resto hizo fila para joderlo aun más.
Me eché para atrás y apoyé la espalda en el cristal frío. No había contestado a la pregunta, pero me había quedado muy a gusto. Volví a coger aire y miré a Casandra.
—Yo amaba a Magdalena con todo mi ser y Jesús lo sabía. Ella a mi también, pero lo amaba más a él… No solo fueron treinta monedas, Casandra. Era la libertad, una libertad que no me podía ofrecer nadie, ni si quiera el Salvador.
Casandra me miró a los ojos con unos llenos de lágrimas. ¿Se iba a echar a llorar otra vez? Suspiré y miré el cartel que indicaba las siguientes paradas. El metro paró y se puso en marcha varias veces más. La gente entraba y salía sin prestarnos la más mínima atención, parecían estar absortos en alguna noticia de última hora, pero no estaba preparado para saberla. Tras unas cuantas paradas más que se me hicieron eternas, me ayudé del mismo asiento para ponerme de pie y miré a la chica, que ya se había sosegado un poco.
—Ya nos hemos alejado lo suficiente. Vamos.
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