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-Lo han apresado por tu culpa, bastardo.
-Se lo advertí, pero no me hizo caso.
-Pues tú caerás con él, te lo prometo, Judas.
Casandra me había insistido en que debíamos hacer un par de trasbordos para llegar a un lugar seguro. Cuando le pregunté que lugar seguro era ese, resultó ser su casa. Bueno, llamarlo casa era generoso. Era un piso de una sola habitación, un salón cocina nada glamuroso y un baño ridículamente pequeño. Se me pasaron por la cabeza mil formas de meterme con aquel piso, con su gestión del dinero y hasta con su decoración, pero me mordí la lengua. Al fin y al cabo, aquella mujer me había salvado la vida, me había quitado la vida por petición propia y me había vuelto a salvar la vida.
-Es muy… Bueno, no es muy en absoluto -lo siento, no pude evitar decir eso.
-Es suficiente para mí. Apenas paso tiempo aquí, vivo en la morgue.
Asentí y me acerqué al único mueble que tenía en el salón. Estaba lleno de libros médicos, ensayos y enciclopedias. Tomé uno de ellos, El Canon de Medicina. Volumen I y lo abrí para echar un vistazo. Estaba bastante maltratado, marcado por distintos puntos y con apuntes en los pocos espacios blancos.
-Hice mi trabajo de fin de carrera sobre la medicina árabe -dijo Casandra mientras me entregaba un vaso de agua que dejé sobre la única mesa que había en el salón, una tabla baja entre el único sillón y mueble-. Una comparativa con la asiática y la occidental en el mismo punto temporal y cómo era posible que, sin contacto ninguno, coincidieran en algunos puntos vitales a pesar de la religión o la sociedad.
-Es interesante -dije mientras dejaba el volumen en su sitio.
Había conocido a pocos médicos en mi vida. Nunca me había hecho falta ya que jamás enfermaba. El veneno sí me hacía efecto, curiosamente, y las heridas mortales como a cualquier ser humano, pero en mis dos mil y tantos años de vida, jamás había cogido una triste gripe.
-¿Cuál es el siguiente paso? -me preguntó entonces Casandra.
-¿De verdad quieres seguir con esto? No tienes por qué. Esta historia no tiene nada que ver contigo.
-Pero quiero saberlo, quiero saber cómo acaba todo. Soy curiosa por naturaleza.
Me senté en ese único sillón y Casandra trajo una silla alta de la cocina para imitarme. Tomé el vaso de agua y lo miré. El siguiente movimiento. Estaba claro, tenía que matar a las representaciones aberrantes de Jesús que quedaban: Juicio y Poder. Encontrarlas sería un problema, eliminarlas otro mucho más grave ya que estarían formadas del todo ya, esperando a que el Anticristo culmine con su rol apocalíptico. El reloj de arena estaba en mi contra y eso era una auténtica putada.
-Cuando era una niña -.Estaba perdido en mis pensamientos, pero se venía la historia de Casandra, así que le presté atención-, tenía un amigo, ¿sabes? Los dos éramos inseparables, aventureros, nos gustaba ir de un lado para otro del barrio donde nos criamos en Móstoles. Hice mi primer torniquete a ese niño, Julián se llamaba. Se había caído de un árbol porque le reté a subir, me sentí fatal entonces…
Me incliné hacia adelante. ¿A qué venía ahora eso? No le había preguntado nada, no tenía motivos para abrirse así de repente. ¿Sería porque en el metro había abierto mi corazón y ahora se sentía en deuda? Igual no la interrumpí.
-El caso es que, tras el verano donde pasamos del colegio al instituto, yo empecé mi transición. Yo ya lo sabía, al menos una parte de mí, pero mis padres quisieron confirmarlo con un psicólogo.
-Padres, ¿eh? Como son… -¿cómo podía cortar todo este monólogo?
-El caso es -prosiguió, claro que prosiguió- que comencé a vestir como una chica, a hormonarme… A presentarme como Casandra. El bullying era inevitable. Lo sabía, a pesar de tener solo doce años lo sabía porque mi psicólogo me lo advirtió. Lo que no esperaba era que mi amigo de la infancia, Julián, aquel con el que había compartido tantos días y veranos, fuera el primero en darme la espalda, en insultarme como el resto de niños, incluso a agredirme…
-Lo siento -fue una disculpa sincera, no se por qué exactamente, pero era una crueldad que había sufrido y lo normal era decir lo siento.
-Años más tarde, ya así -se señaló a sí misma- con mi carrera, mi máster, mi trabajo fijo… Me reencontré con Julián. No me reconoció, claro. Al decirle que era yo me pidió disculpas de mil maneras, que era un inconsciente y que lo perdonara. Le dije que no pasaba nada, que era pasado… Pero la verdad es que, en mi fuero interno, nunca lo perdoné, lo odiaba y me culpaba por odiarlo, pero era así.
-Casandra…
-Si yo, una mujer transexual que ha hecho lo que ha hecho, sin ningún remordimiento a mis decisiones, es incapaz de perdonar a su amigo de su infancia. ¿De verdad crees que Jesús perdonará al discípulo que lo condenó a morir de una forma tan cruel? Por muy bondadoso y salvador que sea… No deja de ser humano, ¿no?
Cuanta crueldad puede caber en un cuerpo tan modelado y perfecto. Joder, me había tocado la fibra aquel monólogo. Lo llego a saber y la interrumpo antes. En aquel momento me arrepentí de haber dejado de fumar en los sesenta (no te diré de que siglo), ya que deseaba, mucho, un cigarro y me levanté para ir a la ventana. Apoyé la frente en el cristal frío y asumí que Casandra tenía razón. Seguramente, por mucho que hiciera, por mucho cielo y tierra que removiera, Jesús no me perdonaría. Él, incluso su padre, perdonaba a todos… Menos a los condenados, a los marcados como Caín, como Lillith, como yo.
Enfoqué entonces la vista hacia la calle. No estaba pasando apenas gente y los pocos que habían, un señor con tacataca, una mujer con un carrito de bebé y dos jóvenes que jugaban a la pelota, estaban siendo apartados por varios coches de policía que estaban rodeando el edificio.
-Esto tiene que ser una broma.
Me di la vuelta y corrí hacia la puerta. Casandra intentó seguirme, pero le grité que se quedara ahí. Bajé corriendo por las escaleras a toda prisa. ¿Cómo había llegado la policía hasta ellos? Por las cámaras de seguridad, seguramente, o porque alguno de mis numerosos enemigos se había ido de la lengua. Intenté ir por la parte trasera del edificio, por la salida de emergencia que daba al patio trasero, pero estaba bloqueada. Eso sin duda era ilegal y peligroso, en caso de incendio aquello era un riesgo que alguien debía comunicar al presidente de la comunidad. Intenté tirar la puerta abajo sin lograrlo, pero era imposible. Fui a la entrada principal y salí, pero ya era tarde.
Tres coches de policía nacional rodeaban la entrada, dos oficiales uniformados por coche que ya habían desenfundado sus pistolas y me apuntaban directamente. Me gritaron que me tirara al suelo, pero yo no hice caso, tenía que procurar que me dispararan, pero una voz de mujer ordenó que no abriesen fuego. De un cuarto coche, un seat negro bastante descuidado, bajó Magdalena, con una gabardina marrón puesta y una placa de policía en la cadera.
-Esposadlo y llevadlo a comisaria.
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