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—¿Y qué haremos después?
—Irnos, lejos, cuando todo acabe.
—Creo que traeré algo de vino.
No se cortaron un pelo a la hora de apretar las esposas. No había tenido suerte en que abrieran fuego y me acribillasen a balazos como en esas películas de acción donde el villano exagera el gesto de dolor antes de caer desplomado al suelo. No hubiera sido la primera vez que me disparasen y tampoco era la primera vez que detenían. La peor detención que había sufrido en mi vida fue en Bamberg, en el año 1936, justo con los juegos olímpicos. Me habían trasladado a un campo de trabajo para armar obuses día y noche. ¿Sabes cuántos sobrevivimos antes de que las tropas soviéticas aparecieran como abanderados de la libertad? Seiscientos sesenta y seis. Hacía varios capítulos que no decía el número. Honestamente, lo que vino después no fue mucho mejor.
En fin, me trasladaron a uno de los coches patrulla, no sin antes cruzarme con Magdalena. La miré sin decir nada y ella solo me miró de arriba abajo antes de hacerle un gesto a los agentes para que me metieran en el coche. Así que ahora era policía. No me parecía raro, como yo, ella también debía reinventarse para mantener el anonimato.
—¿A qué comisaría vamos? —pregunté una vez el coche arrancó y se puso en marcha.
No obtuve ninguna respuesta. Me habían tocado los agentes más aburridos de toda Madrid, sin duda. Intenté acomodarme en el asiento de plástico sin lograrlo y miré por la ventana. ¿Detendrían también a Casandra por cómplice de todo lo que había hecho hasta ahora? Esperaba que no, ya que ella no tenía nada que ver con todo esto. Esperaba que Magdalena viera que en este juego bíblico la chica era solo una pieza dispensable e ignorante. El coche siguió su camino hasta la comisaría más popular de Madrid, en la calle Leganitos, cerca de Plaza de España. Entramos en el garaje y, con el mismo cuidado que me metieron en el vehículo, me sacaron para casi arrastrarme hacia la zona de los calabozos. “No te muevas” me ordenó uno de ellos con la misma autoridad que un guardia de seguridad de un centro comercial, para quitarme las esposas antes de empujarme dentro de la celda y cerrar tras de mí. Me masajeé las muñecas doloridas y me giré hacia ellos, les di las gracias y que los puntuaría con cinco estrellas en Google. Me ignoraron.
Me habían quitado las pocas pertenencias que tenían antes de arrestarme. El móvil, la cartera y las llaves de mi apartamento ahora en ruinas. Menos mal que ya no tenía la pistola, ¿Ciaccobo se habría deshecho de ella? Me senté en el banco de metal y apoyé la nuca en la pared. De todas las cosas que me podían pasar, no esperaba aquella. Había engañado a un duque del infierno, me había enfrentado a un heraldo angelical, incluso me había cargado a un guerrero que estaba destinado a destruir al Anticristo, pero que lo que me hubiera detenido finalmente fuera la justicia era ridículo. Al final uno no solo paga por sus pecados tarde o temprano, también paga por sus crímenes.
Oí los pasos en el pasillo, unos pasos de tacones, y giré la cara hacia los barrotes. Enseguida asomó por ahí Magdalena, con la gabardina marrón y la placa en su cadera.
—Hola, amor mío —me dijo con su media sonrisa. Ahí justo me llegó su perfume.
—Así que ahora eres policía… Me sorprende.
—Te dije que te mantuvieras a un lado y mira donde estás ahora.
Solté una risotada y miré al techo, a la única bombilla que titilaba en lo alto. La señalé un momento antes de seguir hablando.
—Eras la peor ramera del pueblo. Jesús te salvó a pesar de que todos sus discípulos le dijeron lo contrario. Yo te defendí de más de uno de ellos y sus deseos más básicos. Te pedí una sola oportunidad… Y ahora eres tú la que me traiciona a mi —giré mi cabeza otra vez hacia ella—. Es cruel, ¿no te parece?
Magdalena dio un paso hacia delante y, sin perder esa sonrisa que ocultaba toda la tristeza del mundo, habló:
—Yo te quiero tanto como tú a mí, pero si permito que hagas lo que te plazca, su plan no se cumplirá. Debes parar, amor mío…
—¿Por qué haces todo esto? Tú podrías estar ahí arriba con él que es lo que siempre quisiste y sin embargo prefieres estar aquí abajo. ¿Te mandó a vigilarme o algo así?
La policía bajó un momento la cabeza y suspiró suave para luego volver a mirarme a los ojos, unos ojos cargados de nostalgia y ternura. Por un instante la vi con su túnica de seda y los labios pintados de rubí, como cuando la conocí por primera vez, con su piel de mármol, como cuando nos escapábamos de madrugada lejos de la vista de los romanos entre olivos para hablar durante horas hasta el amanecer. Duró lo que dura un pestañeo, ahí estaba otra vez, con su gabardina y su placa, su sonrisa falsa y su pose semi erguida.
—Te quedarás aquí hasta que todo pase, ¿de acuerdo? No lo fuerces más, por favor…
Y se marchó. Me volvió a dejar solo. Me levanté y cuando sus pasos de tacón se dejaron de oír comencé a pensar en un plan para salir de ahí. No había ventanas, lo único era un tragaluz demasiado alto, así que debía improvisar.
—¡¿Hola?! —grité—¡¿Hay alguien en casa?!
No obtuve respuesta. Bien. Los policías no me habían quitado los gemelos de metal del traje. La maña y la ausencia de tecnología en aquellas viejas puertas me permitieron abrirla con pericia y mucha práctica a mi espalda. ¿Habría algún coche en el garaje con las llaves en la guantera? No se me daba muy bien hacer puentes.
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