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—Una cena todos juntos, como antes ¿qué piensas?
—No lo sé…
—Vamos, será divertido. Además, tengo algunas nuevas que contarles a todos.
Comprobé uno a uno todos los vehículos posibles. Ninguno tenía las llaves. Ignoré los coches patrullas y fui hacia el aparcamiento privado, donde estaban los vehículos particulares. Los policías pensaban que había que ser realmente estúpido para robar en una comisaría. ¿Sabéis quién es ese tipo realmente estúpido? Judas Iscariote, encantado.
Tiré con prisas de las puertas más cercanas, pero ninguna de las cerraduras cedió. Ahora resulta que los policías no se fiaban de su propia seguridad. Pasé al fondo del todo, donde las luces se apagaban y encendían con sensor de movimiento justo en la curva que daba al segundo sótano, cuando me percaté de un grupo de motocicletas aparcadas todas juntas en perpendicular a la pared. Ya solo por curiosidad, me acerqué corriendo y comprobé las alforjas, manecillas, el contacto, cualquier sitio donde pudieran estar escondidas unas llaves de moto.
—¡Te tengo! —la llave de una Benelli roja y negra estaba colocada ahí, esperando pacientemente a que la tomara.
Arranqué la moto y me marché de allí. Salí del aparcamiento subterráneo sin ponerme ningún casco porque eso era obligatorio para todo el mundo mortal, pero eso no se aplica a alguien tan cool como yo, esquivé la barrera y aceleré todo lo posible. Ya se que dije antes que nunca me había sacado el carné de conducir, de hecho, se me daba terriblemente mal, pero las motos eran otra historia, era como volver a montar a caballo, pero más ruidoso, gastando más en gasolina que en zanahorias y con menos boñigas gigantes en el camino. Si te soy sincero, tampoco me había sacado el carné de moto nunca, pero sí sabía conducirla desde su invención, mucho antes de la obligatoriedad del carné A1.
No contaba con mucho tiempo hasta que se dieran cuenta que me había escapado, así que comencé a esquivar coches, me metí en un túnel, salí por el otro lado a toda prisa y tomé varios desvíos. El viento me golpeaba en la cara y me agitaba el pelo lo suficiente como para haberme arrepentido de no haber robado también un casco. A veces tengo grandes ideas y otras no tan grandes, pero al menos ya no estaba entre rejas, de momento.
Noté que estaba dando vueltas en un laberinto, haciendo tiempo para saber qué hacer. No podía volver a mi piso, no tenía las llaves ni mi documentación, además de que Magdalena sabía que volvería allí. El agujero en la pared que Casandra llamaba “hogar” tampoco era una opción, seguro que habría un par de patrullas vigilando el sitio. Descarté sobre la marcha los escondrijos de Ciaccobo (seguramente el duque del infierno tampoco me ayudaría) y de Paris (aquel pobre ángel ya había tenido suficiente), así que, casi de forma automática, conduje por el centro de los tres carriles en dirección a Martín Moure.
Cuando entré al edificio donde trabajaba, me dirigí directamente al mostrador, ya que tampoco tenía mi pase de seguridad. Me sentía un completo neandertal salido de una cueva sin las maravillas del siglo XXI, como mi móvil y mis tarjetas.
—Yoel, ¿qué haces aquí —el guardia de seguridad me miró con una ceja alzada— había oído que te habían echado.
“¿Y dónde está mi finiquito?” pensé para mi mientras miraba primero al guardia, luego a la puerta y finalmente al guardia otra vez.
—Sí, han sido unos días terribles. Vengo a recoger mis cosas, pero entregué la tarjeta y claro, no puedo pasar.
—Claro, lógico. Pasa, pasa… —me dijo mientras pulsaba uno de los botones de su garita.
Al mismo tiempo, el control de cristal más pegado a nosotros se abrió y caminé rápidamente mientras le daba las gracias. No corrí, hubiera levantado sospechas, pero cuando llegué al ascensor toqué el botón más veces de la necesaria. “Vamos, vamos…” murmuré mientras por el rabillo del ojo seguía vigilando, ahora también al guardia de seguridad, que me observaba con curiosidad y pena. Seguramente hablaría más tarde con los compañeros para decirles que había estado ahí, que había ido a recoger mis cosas y se inventaría parte de la historia, diciendo que monté algún numerito y me tuvo que sacar casi a rastras. Yo no lo corregiría, no estaría ahí para asentir mientras contara la historia.
Al fin el ascensor llegó y me subí para luego pulsar otro botón más, el del piso donde estaba mi cuadrícula. Salí en mi planta y caminé esquivando a los ahora antiguos compañeros que me miraban tan extrañados como el guardia, ignorando los murmullos y las caras. Mi pantalla estaba apagada y los cajones cerrados, pero tenía una llave escondida para ocasiones como esa, como cuando te dejas en casa las cosas y no quieres volver atrás, pero con seres celestiales de por medio. Palpé detrás de la pantalla plana y di con la llave pegada con cinta de papel Kraft, me senté y abrí el último cajón. Ahí tenía un móvil de prepago, documentación extra y un juego de tarjetas tanto para abrir las puertas de mi apartamento como de crédito. Tomé todo lo más rápido que pude, volví a cerrar y dejé la llave en su sitio, pero no fui lo suficientemente rápido. Al levantarme para irme, Tomás, mi antiguo colega de al lado, estaba delante de mí.
—Yoel, ¿cómo estás?
¿Yoel? Ah, sí, se me había olvidado. El guardia también me había llamado así. Me habían llamado tantas veces por mi nombre real esos días que tardé en reaccionar cuando dijo mi nombre actual.
—Pues estoy, tío, ya sabes.
—Oye, intenté cubrirte el primer día, pero no avisaste y ya sabes como se ponen los jefes de equipo y todo eso. ¿Qué harás ahora?
—Ya me buscaré la vida, no te preocupes. Oye, tengo un poco de prisa.
—¿Por qué no vamos a tomarnos algo? Así me cuentas qué ha pasado, tú nunca faltas al curro y de repente desapareces.
—Ya, bueno, estoy ahora mismo en un momento de cambio, ¿sabes? Creo que me iré de viaje a conocerme a mi mismo. Ahora, si no te importa…
Intenté rodearlo mientras lo tomaba de los hombros y lo golpeaba ligeramente en forma de despedida, pero me siguió. Siguió preguntándome que si tenía algún plan, que podía conseguirle una entrevista en un trabajo nuevo, que su cuñado…
—¡Tomás! —me giré hacia él y le grité—¡¿Qué no entiendes de que tengo una prisa de cojones y no tengo tiempo para tus gilipolleces?!
Se separó de mi de repente, asustado y extrañado de mi comportamiento. En realidad, Tomás era un buen tipo, igual que su mujer y su perro, siempre atentos y queriendo hacer actividades fuera del trabajo. Era siempre el que proponía los planes de la empresa para motivar a los equipos y si algún miembro estaba pasando por algún mal momento, era el primero en apoyarlo. Pero tenía un defecto y es que hablaba demasiado. Quizás fuera por eso que su mujer todos los miércoles se acostaba con el vecino de arriba, algo que me confesó en una de las cenas a las que me invitó después de beber cuatro chardonnays de más.
Volví a separarme de él y caminé hacia el ascensor, pero había perdido demasiado tiempo. A unos metros, las puertas de metal se abrieron y de ahí salió no solo el guardia de seguridad, sino varios agentes de policía. Maldije a aquel gordo seboso que me había dejado pasar, a Tomás por haberme hecho perder el tiempo y a los cuatro agentes policiales que iban vestidos como si yo fuera un terrorista.
Me alejé y corrí hacia el otro lado, donde había un ascensor auxiliar, pero no había recorrido ni tres metros cuando vi que de esa dirección venían otros tres policías escoltando a Magdalena. Estaba acorralado, literalmente, caminé de espaldas y luego me giré para ir hacia el enorme ventanal a toda velocidad, pero algo me frenó, una voluntad superior a mí. No podía suicidarme, ya no podía provocar mi muerte para salir de esa situación ni de ninguna. Volví a alejarme del ventanal, más por una fuerza superior que por mi propia voluntad y entonces los ahora ocho policías me rodearon literalmente. Sacaron sus pistolas de electrochoque (seguramente idea de Magdalena) y me ordenaron, todos y cada uno y en diferentes tiempos, que me tumbase bocabajo. Los miré, girando sobre mi mismo, hasta dar con Magda, que también llevaba una de esas pistolas. ¿Habría mirado las cámaras de seguridad, rastreado la moto, me habría puesto un microchip en el bolsillo? Daba igual, me había pillado y esta vez se aseguraría de que la puerta del calabozo fuera de las modernas, las magnéticas.
Volví a levantar los brazos, dándole la espalda a Magdla y mirando al ventanal. Suspiré, sabía que mi misión había sido un completo fracaso, que no encontraría a Jesús y mucho menos podría conseguir su perdón. Solo esperaba que Casandra estuviera bien. ¿Por qué coño me venía esa mujer ahora a la cabeza?
Fue entonces cuando lo vi. Tuve que entornar los ojos ligeramente, pero lo vi a través del ventanal, una figura cada vez más grande que cruzaba el cielo. No era un pájaro, no era un avión. Yo sonreí y levanté los dedos corazón al cielo hacia los policías al mismo tiempo que los ventanales enormes estallaron en mil pedazos para que una enorme sombra entrara imparable. Cayeron hacia atrás debido a la onda provocada por aquel ser oscuro y rojizo que me agarró del cuello con una mano gigante y me arrastró hacia afuera. Vi el rostro de Magdalena desencajado de miedo y estupor antes de perder el conocimiento (no por que hubiera muerto, sino porque aquella cosa me estaba dejando sin aire que respirar).
Cuando abrí los ojos no sabía donde estaba. Era un bosque o algo parecido, con las ramas de los árboles sin hojas. El cielo estaba cubierto de nubes de tormenta, a punto de romperse en dos. Al incorporarme, vi delante de mi a mi amigo, sentado encima de una raíz enorme que sobresalía de la tierra, observarme con unos ojos dorados. Era idéntico, sus rasgos, su pose, hasta el amago de sonrisa que parecía perdonar todos los pecados del mundo. Pero yo sabía que no era Jesús, al menos no el que yo buscaba.
—Tú eres… —dije ronco, ya que aún tenía el cuello entumecido por el ahorcamiento.
—Soy Jesús, sí, pero no ese Jesús que tanto ansías, no. Soy Jesús de Juicio. Encantado de conocerte, Judas.
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