3 kilómetros. 3 kilómetros y 100 metros para ser exactos. Eso mide la costa que se junta con la urbe formando una curva extensa y dorada. Es el lugar más visitado de la isla, tanto por los lugareños como por los forasteros que vienen en barco y en avión, las únicas dos salidas posibles de este lugar. Algún tipo con gafas de pasta y gorra irlandesa te puede decir que no, que lo más visitado es el Nublo o Ese Sur.
Te miente.
Son 3 kilómetros (y 100 metros) de suerte, de bares y tiendas y mercados. Los cierra por un lado la ópera, al oeste, como si intentara la playa invocar con cantos a las olas, mientras que al norte el mirador espera a que te sientes y observes toda la ciudad, mezcla de ruido entre oleaje y balcones cerrándose.
Hace poco quitaron una estatua de la costa, un pescador de bronce que parecía marcar un punto de la playa a los visitantes. Parecía decir “aquí se puede pescar bien” en un silencio ocre, mientras limpiaba sin moverse una vieja, o pez loro, emblema del Archipiélago. Por actos vandálicos, parece que fue. Es como si coger un pedazo de historia viva y escupirle a la cara, reírse y darse la vuelta. Parece que pronto la arreglarán y la dejarán como nueva, lo que me parece aún más triste, ya que era una estatua del 2003. Destrozaron veintidós años de historia.
La costa. 3100 metros de costa que puedes recorrer en media hora o pasarte una vida entera descubriéndola, sentándote en cada uno de los bares y restaurantes que la decoran, viajando así por el mundo sin salir de la isla, solo con la gastronomía. También puedes descubrir su costa en paralelo, tocar su arena ardiendo de abril a marzo y tirarte a ese Atlántico congelado de enero a diciembre, nadar y llegar a la segunda costa, a la barra que hace de verdadera frontera.
Yo soy amante de sentarme entre piedra artificial y arena estancada, mirar hacia el atlante por donde cae el sol y pedir una más antes de pedir la cuenta para seguir. Antes de que empiece el frío.
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