Cualquiera que lea este título creerá que he trabajado en una mina. De alguna forma lo era, si te soy sincero. La Minilla no estaba en el barrio de la Minilla, sino en su frontera, lindando con la autovía, cerca de la playa y en cuesta. Aquel centro educativo estaba encajado de forma artificial entre bloques de ricos y otros de pobres, como queriendo unificar dos facciones que llevan en guerra desde que el homínido descubrió que un palo de madera podía servir para clavarse en la carne de su igual.
En esa miscelánea de cabezas siempre destacaba alguna, buscando el protagonismo propio de las series americanas, ya fuera con sentido del humor, con la fuerza bruta o con su vestimenta. Yo era de los últimos, a veces de los primeros, rara (o ninguna) vez de los segundos. Siempre con una camiseta de alguna banda que sonaba en mi mp3, unos vaqueros oscuros, la coleta de caballo y la actitud cretina que hacía juego con las hormonas. Era una cara más con un sobrenombre, un apellido complicado que me empecinaba en corregir a cualquiera que lo pronunciase mal, una mochila rota, con parches y libros que acabarían mal subrayados.
El centro estaba hecho con prisas. Las paredes eran paneles que servían como diana para las balas de cañón humanas de la clase de al lado. Los profesores eran columnas desgastadas de esas que estudias, pero que no te aportan más que una conversación años después. Luego estaba el patio, el pasillo donde se permitía gritar, pero no correr; saludar, pero no besarse; llorar, pero con lágrimas de cocodrilo. En ese patio todos se saltaban esas normas a escondidas, en un juego visceral para ver quién era más atrevido, más adulto, más estúpido.
Al final era una cárcel con la condicional, sin vis a vis y tenías que dormir fuera después de firmar. El regusto de los lunes de septiembre se terminaba de ir el viernes de diciembre, con alguna salida nocturna ya crecidos (de físico, que no de mente). Una cárcel donde los partes eran strikes, los compañeros de celdas son hermanos, los profesores alguaciles con sueños quebrados. Querían que nuestros sueños acabaran igual de rotos. Alguno lo consiguió, seguro, pero no los míos, no de mis compañeros.
Me gustaría visitarlo ahora, no por los vaciadores de ideas o la sala de música donde pasé más tiempo ensayando con mi grupo que atendiendo en clase, sino por bajar esa pequeña cuesta y comprobar si en la cueva donde nos reuníamos durante el recreo a hablar de la fantasía y los dados de veinte caras siguen nuestras pintadas que queríamos que se quedaran hasta la posteridad. Querría bajar una última vez y añadir un “a seguir” con el subrayador verde que siempre usábamos. Que ya no subraya.
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