No es fácil llegar aquí, a esta llanura plana custodiada por un león dormido. Su aeropuerto es como ese animal y las rutas en carretera no son las mejores. Se entrecruzan como una melena mal trenzada que parece hecha del día anterior, antes con sumo cuidado, hoy es solo un recuerdo de lo que fue.
Pero cuando llegas…
Hay una ruta aquí, en esta tierra de vino y néctar, a la que llaman la ruta del elefante. Son las dos únicas cuestas que existen en toda la ciudad, que es más pueblo grande, y se las llama cuestas no por el sentido de la palabra, sino por el deslucir de tus sentidos durante la noche. Los bares aquí apenas tienen sillas, sino ventanas con barras donde la gente pide y chatea con vasos hasta arriba de jóvenes y crianzas, cualquier callejón te recibe con las puertas abiertas de par en par y te invita a probar las bodegas que alguna vez sirvieron de estraperlo y escondites. Esa ruta se vuelve cada vez más curva a medida que la cruzas, que la bebes y la disfrutas. Como una trompa de elefante.
Y cuando llegas al final…
Tiene Concatedral este pueblo grande, porque no podía ser de otra manera. El bloque gótico custodiado por dos torres de ajedrez gigantes se erige en fuero franco en esa custodia constante. La he llegado a observar desde una terraza, con un pincho medio frío y la copa vacía, la cajetilla de tabaco semiabierta, el tiempo amenazando con lluvia. La gente puede pasear en pantaloneta y llevar el paraguas guardado a su espalda, sentarse a tomar un café o degustar un helado, como si los grados allí fuera algo decorativo, como el sol, como una paradoja en la piel del toro.
Y entonces llegas al Ebro…
Ese río recuerda a algo que no me sale. A un momento, quizás, que nunca viví a pesar de haber estado allí, cruzándolo hacia un museo cerrado por obras. Es un recuerdo creado por la imaginación, por la música de un grupo que veneré con doce añ
os, que hoy me suena viejo y pasado de moda, pero que recuerdo con ese cariño como el que saca un álbum de fotos. Ese río rodea la ciudad sin importarle, a sabiendas de que seguirá ahí cuando desaparezca, incluso aunque el agua se evapore, las marcas en el barro durarán más que la piedra y la herrumbre y el vino. Al final llegas a esa calle principal, recta y llena de tiendas modernas, encajada a la fuerza. Te cuentan que ahí estalló una bomba, que solo sobrevivió un tendero, que el resto se convirtió en cristales rotos y gritos. Hay algún periódico que cada aniversario lo rememora, como recordatorio constante de esa mancha bermellón que no se va de tu traje favorito.
Y ya decide uno seguir, levantando el dedo pulgar, hasta el próximo destino.
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