Kato- no tiene metro. Cuenta con un sinfín de buses amarillos que recuerdan a las guaguas de mi isla, conectando como lanzaderas los distritos de la enorme región silesiana. Una de ellas reza el 12 y te desplaza hacia las afueras del este, donde aún se esconde el soviético enjambre de edificios y ebriedades.
Si te mantienes en esa línea amarilla, pasarás de una ciudad minera a un pueblo de espada y cruz. La gente comenzará a santiguarse en su asiento al cruzar el cementerio, ahí sabrás que ya has llegado a Ligota, la frontera de -Wice.
La primera vez que llegué allí, a ese pueblo, pensé que me alojaría en una de las bonitas casas terreras acabadas en picos modernos, o en algún pisito encima del supermercado donde siempre haría la compra durante los siguientes meses. La realidad fue que, tras bajarme con mis maletas en la última parada, me encontré con cuatro bloques soviéticos, grises y rojos, en medio de la naturaleza más casta.
Era como transportarse a una época en la que hablar bajo era obligatorio y si había que rendir cuentas con el Estado, el Estado te mandaría a un lugar frío y seco, lejos de tu familia, pero al cruzar los adoquines y llegar a la puerta principal, donde la seguridad te haría un examen exhaustivo de las normas del edificio, casi como si vivieras en el lado Este del Muro en 1949, ya podías dejar las cosas en la habitación que te tocase.
Tuve suerte con mi habitación. Recuerdo que tenía el dormitorio individual, un baño completamente funcional y bastante luz. Solo fallaba la silla, completamente rota y nada funcional, pero al menos la ducha tenía mampara y el agua caliente no tardaba demasiado en llegar. Este bloque en concreto era el de los extranjeros, en la primera planta a la diestra estábamos los españoles; en el otro extremo del hall, a la siniestra, convivían los ucranianos. Nuestros vecinos más cercanos, en el piso superior derecho, eran todo italianos, seguidos de los turcos. En la planta alta, como siempre creyéndose lo que no eran, los ingleses, aunque eran cuatro y nunca se les veía.
Los españoles éramos mayoría en Ligota, junto con nuestros amigos otomanos, pero nosotros hacíamos más ruido. Nunca nos referíamos a nosotros mismos como españoles, éramos canarios, alicantinos, madrileños, gallegos, extremeños… Cuando hablábamos en inglés (ninguno hablaba polaco) éramos spaniards.
Ligota no eran solo esos cuatro bloques. Al salir de aquel recinto olvidado de la evolución y el tiempo descubrías que la naturaleza y el humano se mimetizaban en un baile de bares, supermercados y viviendas pintorescas. Tenías que andar mucho hasta llegar al centro, donde había algo más de catolicismo, pero era un paseo agradable con solo el ruido de los árboles y algún coche que pasaba de vez en cuando. Alguno se paraba, pensando que estaba haciendo autostop (allí es algo muy típico) y yo procuraba sonreír mientras negaba.
Era un trayecto largo, pero entretenido, agradecido en primavera u otoño. Cuando es invierno, no se puede salir del bloque soviético, la nieve te cubre hasta los tobillos y si no pasaba el camión de la sal podías quedarte allí días, solo con la compañía del enorme ventanal de la habitación. Algunos de mis compatriotas lo acompañaban con la calefacción al máximo. Yo era más bohemio en esa época, prefería un licor fuerte que me sirviera de excusa para acostarme pronto.
Ahora puedo evocar una de las numerosas noches que llegué allí, de madrugada, caminando con las manos en los bolsillos del abrigo para evitar que los nudillos se me cortaran y frenar en seco en medio de los adoquines. Justo en frente, a pocos metros, se interponía en mi camino un jabalí con sus crías. Estarían rebuscando entre la basura algo que llevarse a las fauces, recuerdo pensar un segundo antes de que mi siguiente reflexión fuera “¿en serio voy a morir devorado por jabalíes?”. Bastó un paso inseguro al frente para que la madre y las crías salieran corriendo. Viviría otro día.
Para seguir viviendo.
En 1949.
En el lado Este.
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