Porque a veces pasa que llegas a un lugar y sientes que ya has estado ahí, como déjà vu, o que es exactamente igual que la misma ciudad de la que te has marchado, como el día de la marmota. En alguna ocasión, más de las que me gustaría reconocer, he sentido esa sensación de pérdida no física, tampoco de identidad, sino de estar en ningún sitio.
En Madrid, ya con más años que días allí, tuve esa sensación en pleno Sol, en pleno verano, con el cenit golpeando a la Osa. Para cualquiera de los viandantes, turistas o gatos, era la mejor ciudad del mundo. En ese punto de latitud y longitud, podías ver la historia vivida de un instante que cambiaba en todo momento. Para mí, en mi nadir, era “ningún sitio”, el epicentro del centro, como el hormiguero donde la reina nos concibe y un niño gigante intenta quemarnos con la lupa colocada en una posición determinada para crear ese torbellino en llamas que algunos se empeñan en llamar caloret.
Tuve la misma sensación en Cracovia. Iba prácticamente todos los fines de semana cuando vivía en el país del zloty ya que estaba a apenas una hora en guagua. Al principio me perdía sin conocer la ciudad, luego me perdía adrede para conocer sus rincones más profundos. Al final me encontraba en ningún sitio, en las baldosas de caminos amarillos que me llevaría de vuelta a la estación.
La última vez fue en mi Isla, y donde más veces lo he sentido. Habré recorrido sus calles una y mil veces, tanto en transporte público como caminando, en sus mañanas y en sus noches. Habré descubierto sus secretos tantas veces que hasta redescubrí misterios que ya conocía, como una rutina que difiere de serlo porque has usado una cuchara distinta al remover el segundo café de la mañana.
Estando aquí, en mi Isla, la que tanto me ama y yo tanto rehúso tolerar, he sentido ese “ningún sitio” estando en su Nublo, en su Dunas, en sus Huesos y en sus Barrancos. “¿Dónde estás?” me han llegado a preguntar un jueves a media tarde para no romper esa rutina de parla y terraza. “En ningún sitio” he pensado, antes de contestar que estoy a veinte minutos de llegar al destino ya más que conocido.
No es extraño, a medida que viajas y descubres el exterior, perderte en el laberinto de lo interno. Pones la mano derecha en la pared porque sabes que esa es la manera más fácil de escapar de las calles idénticas, que tarde o temprano verás el cartel de EXIT y fuera te obsequiarán con un collar de flores y un aplauso con sonrisas blanqueadas. Conseguir salir de ese ningún sitio es todo un logro, una victoria de quitarse peso de encima.
Para mí, a veces, hay que perderse un poco en el laberinto de “ningún sitio”, disfrutar ese viaje interno y no pensar tanto en el punto geográfico más que en el punto vital. No quitar la mano derecha de la pared, pero solo usar dos dedos para guiarte lo suficiente.
Es como quien está en una mesa solo abarrotada de gente. Que uno está en ningún sitio. Pero está. Para seguir.
Si te has acordado de alguien al leer esta publicación, dale a este botoncito.
Si has llegado de casualidad, dale a este otro botoncito.