Nunca me han detenido. Nunca, por la cuenta que me trae. Mi padre perteneció durante más de cinco décadas a la pretoria moderna, y siempre me educó para mantenerme lejos de aquel mundo que supondría mi vida entre rejas. Colegio militar, casa militar, influencia militar. Todo militar.
Tengo un recuerdo grabado a fuego en mi cabeza de cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Estaba en el trabajo de mi padre, como tantas veces, esperando a que me hiciera uno de sus famosos aviones de papel que volaban de una forma que la aeronáutica de mi cerebro nunca entendería. Él estaba en la mesa rellenando informes y yo en una silla rellenando huecos en blanco de los deberes del colegio. Yo soñaba con uno de esos días de concursos de hijos de pretores donde disparábamos escopetas de balines a globos hinchados a pleno pulmón y quien explotase más, se llevaba una medalla grabada con un nombre que nunca correspondía al de uno propio.
Aquel día sería diferente. Mi padre y un compañero, no recuerdo su nombre ni su cara, empezaron a hablar muy serios, luego menos serios y acabaron entre risas. Yo los miraba y me reía también, por inercia o por sentirme involucrado. Luego mi padre me dijo que lo acompañara y me guio hasta el subsuelo. Había estado en el subsuelo 1, en el garaje, y en el subsuelo 2, en el garaje de los coches especiales, pero nunca en el subsuelo 3.
Lo primero que vi fue la típica sala de las películas americanas, las de reconocimiento. Estábamos en el lado del cristal, donde se podía observar la sala donde los malos posaban para comprobar quién era el más malo de todos los que se buscaban. “¿Es el numero 5, señora?” la típica frase me vino en aquel momento a la cabeza con la voz de Bruce Willis. Mi padre me explicó para qué servía aquella sala, aunque yo ya lo sabía gracias al aprendizaje de la gran pantalla y un montón de películas policiacas. Me metió en la sala de reconocimiento y me enseñó que lo que se veía era, efectivamente, un espejo. Me vi reflejado, con las rallas rojas a mi espalda que medían la estatura, y sonreí con los dedos índice y corazón levantados en símbolo de paz, como si me fueran a sacar una foto desde el otro lado. Cargaba con la inocencia de quien no sabe qué está pasando.
La siguiente sala fue la peor. Las celdas, enumeradas en dos filas, de las antiguas con rejas oxidadas. Lo primero que recuerdo al escribir esto es el olor ácido y nauseabundo. Habían intentado limpiar con lejía un hedor que no se iría jamás. Mi padre me invitó a entrar, yo me negué, pero al final tuve que acceder a la lección. Entré en una de las celdas y miré las paredes de piedra lisa, el asiento alargado de hierro, manchas en el váter de dudoso origen.
-Espero que esta sea la única vez que te vea aquí, hijo -recuerdo que me dijo mi padre, con la seriedad de un profesor de los 60.
Asentí sin mirarle, aun asombrado de la imagen de la celda.
Al final volvimos a los despachos. Los pretores volvieron a hablar de cosas de pretores, se reían, pero yo ya no tenía ganas de reírme. Mi padre me hizo ese avión de papel y yo lo cogí con la misma mano con la que había hecho el símbolo de la paz en la sala de reconocimiento, justo donde se había quedado un pedacito de inocencia infantil.
Al final del turno nos fuimos a casa, a cenar y a seguir para el día siguiente ir al cole, donde empecé a ver otro tipo de rejas.
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