Polonia tiene muchas ciudades importantes. Muchas. Polonia, a pesar de no parecerlo, es grande, tiene una superficie total de 322.575 kilómetros cuadrados, eso es mucho. No es Rusia, pero las Islas Canarias no llega en total, arrejuntadas, a las 7.500.
Si tuviera que asociar las ciudades de Polonia con familiares, te las describiría de la siguiente forma:
Varsovia es la hermana mayor, la que estudió economía y la favorita de los padres. Es estudiosa, un poco creída y sobre todo seria, muy muy seria. Tiene esa belleza ruda propia de los países del norte que atrae tanto a los sureños, pero igualmente no es nada fácil de llevar como mujer empoderada.
Cracovia. Cracovia es bohemia, cultureta, le gusta la poesía y el teatro. Cracovia habla cinco idiomas y ha viajado por medio mundo, le encanta la comida exótica, pero siempre preferirá los pierogi que le cocina la abuela cuando la visita los fines de semana. Cracovia lleva gafas de pasta para leer Cortázar en una terraza en pleno verano. Además, colecciona monedas que guarda con recelo en una caja de madera debajo de la cama.
Y luego está Katowice. Mi Katowice. Es la oveja negra, la rebelde, con la que no podrás tratar nunca a no ser que ella quiera. Katowice es la de las tres revoluciones contra sus parientes lejanas, la que se toma un helado en invierno y bebe cerveza rubia con un pico de hierro a sus pies después de trabajar durante doce horas en la mina a las afueras.
Como ya dije en la publicación Un día en (Gran Canaria), la primera vez que me marché de la isla, la aventura duró siete meses. Pues bien, dicha aventura fue allí, en la ciudad de Katowice, capital de Silesia, al sur de Polonia.
Estaba muy asustado al principio, no conocía el idioma, sus costumbres, no conocía a nadie salvo a una ayudante de universidad con la que había intercambiado veinte frases en inglés por el chat de Facebook (cuando aún Facebook estaba de moda), pero allí estaba, en una ciudad minera de dos millones de habitantes completamente desconocida para mí dispuesto a darlo todo o desfallecer en el intento.
Tardé poco en amarla. A ella le costó aceptarme, lo que dura una botella de soplika en una mesa baja de la residencia de estudiantes. Amé cada rincón de la ciudad, de la región en general (incluida a su hermana melliza poco agraciada Sosnowiec), su estación central, su calle llena de bares, sus fiestas tradicionales, sus raves en medio de la nada.
Kato (así la llamo cuando no me escucha) es famosa por su Spodek, un platillo volante que usa como un pabellón multiusos, por la arquidiócesis de Cristo Rey y por tener su propio dialecto. Para mí es famosa por otros motivos, como haberse levantado en armas tres veces, ser agresivamente segura y que no tenga miedo a nada ni nadie. Para mí, es famosa por su primavera rojiza y su invierno en negativo.
Decidí pasar la navidad en Katowice. Mientras el resto de los alumnos volvía al calor de sus hogares, yo decidí vivir unas fiestas polacas. E hice bien. Probé su cordero al horno, su sopa de hierbas, su lectura de la Biblia, su abstinencia hasta las doce. Creo que nunca volveré a vivir unas navidades así, tan cercanas y a la vez tan Torre de Babel.
Katowice hizo que me saltara las normas, que ampliara mi visión indígena del universo, que mis ojos a veces amanecieran amarillos. Y era normal, me enganchó como un amor adolescente con las hormonas revolucionadas. ¿Conoces esa sensación, que se te eriza la piel, las pulsaciones se te aceleran y lo que sea que tengas entre las piernas late más fuerte que tu corazón? Pues eso me provocaba cada vez que pisaba sus calles, fuera como noches de acción o como mañanas de defunción.
Katowice me hizo mi primer tatuaje, me marcó en el costado y ahí sigue, como el primer amor, marcado y remarcado. Seguramente ella me habrá olvidado ya, con su maquillaje negro y sus amaneceres grises. Yo a ella imposible. Siempre será mi primer amor.
En fin, habrá que seguir.
Esto me interesa porque he convivido con bohemios y moravos y tienen fuertes opiniones sobre Silesia 🤭